Hay un fraude intelectual en afirmar que el otro no piensa como uno por temor. Por ejemplo, vemos un vaso de vidrio y decimos: “he aquí un vaso de vidrio”. Nos golpeamos el pecho, estamos orgullosos de nuestro hallazgo. De pronto, alguien nos responde: “no veo ningún vaso de vidrio” o “el vaso es de plástico”.
Entonces, nos preguntamos cómo es posible que esta persona no vea lo que nosotros vemos, que no vea el mismo vaso de vidrio. Concluimos, pues, que seguramente percibe lo mismo que nosotros, pero dice otra cosa, tal vez por temor. No se atreve a decir “he aquí un vaso de vidrio”, teme las posibles reacciones y represalias.
Bien visto, esto puede aplicarse a cualquier teoría o afirmación que pudiera resultar potencialmente polémica. De este modo, ya no tenemos que justificar nada, no tenemos que dar pruebas. Basta decir que los otros no se atreven a pensar como nosotros.
Es cierto que, siempre y en todo lugar, hay cosas que no se dicen por temor. Esto nos ha inducido a creer que la verdad es una cuestión de pura valentía. La valentía, por cierto, es un valor destacable, puesto que no todo el mundo se atreve a contradecir a un tirano o al sentido común. Pero la verdad sigue siendo una cuestión de método, de pruebas y argumentos.
El argumentum ad timorem no siempre es acertado: la valentía, si bien admirable, no prejuzga verdad o falsedad. La memoria histórica, tal vez con buen criterio, suele olvidar a los valientes equivocados. Se queda con el buen recuerdo de los valientes que al fin y al cabo tenían razón, o al menos con aquellos que tuvieron éxito.
¿Qué decir de los cobardes? Galileo fue seguramente más cobarde que los miles de mártires que pueblan nuestra historia, pero no por eso estaba equivocado. Tal vez consideró que la solidez de sus pruebas lo eximía del énfasis del sacrificio. ¿Será por inseguridad, entonces, que Sócrates dio la vida, por falta de mejores argumentos?