Lo único que puede darnos paciencia es una perspectiva de futuro. Si lo pensamos bien, esto es bastante obvio. Decimos que tiene paciencia quien posterga una satisfacción o un alivio, o bien quien se embarca en actividades que tardarán mucho tiempo en dar frutos. ¿Por qué haríamos este tipo de cosas, si no fuera porque creemos en la posibilidad concreta de un futuro que vale el esfuerzo? Sin embargo, en nuestras reflexiones sobre la impaciencia del mundo actual o de las nuevas generaciones, rara vez nos preguntamos precisamente lo obvio: ¿Qué ha sucedido con el futuro? ¿Qué visión del futuro se esconde detrás de las formas actuales de la impaciencia? ¿Por qué parece hoy tan poco razonable postergar satisfacciones, embarcarse en tareas de larga duración, esperar a que los procesos maduren y se consoliden?
La paciencia es una actitud dirigida al presente, pero con vistas al futuro. No es lo mismo que la simple espera, puesto que la espera no presupone otras acciones u omisiones presentes, más allá de esperar. Escribir un libro o estudiar una disciplina son actividades que exigen paciencia. Por lo tanto, tienen en vista un resultado futuro. Pero también presuponen acciones concretas en el presente (escribir, estudiar) y cierta capacidad de evitar o postergar distracciones. Entonces, aunque la paciencia pueda ser en muchos casos indistinguible de la espera, puede tener también otro significado, relacionado con actividades cotidianas y regulares que de a poco conforman un resultado. El proyecto es hijo de la paciencia. El ahorro es otro ejemplo de actividad paciente, ya que presupone la visión de un resultado futuro, la acción cotidiana de poner dinero “aparte”, la omisión de gastos presentes.
La diferencia entre una cultura del ahorro y el proyecto, por un lado, y una cultura de la deuda y el consumo, por el otro, se expresa en actividades presentes, pero implica también diferencias significativas en las visiones respecto del futuro. La tendencia al proyecto y al ahorro presupone como mínimo una idea de estabilidad y en muchos casos también una visión de prosperidad y progreso. Conlleva una apuesta a que estaremos vivos en el futuro y a que muchos de los valores actuales seguirán vigentes. Conlleva también una apuesta a la posibilidad de que el futuro ofrezca mejores condiciones que el presente, en función de lo cual vale la pena esforzarse hoy para obtener frutos mañana. En este contexto, la paciencia tiene sentido e incluso es la actitud más razonable.
En cambio, la tendencia al consumo y la deuda presupone una idea de inestabilidad e incertidumbre, y en algunos casos también de retroceso y decadencia. Si creemos que se aproxima el fin del mundo o algo parecido, lo más razonable es endeudarse y consumir. Por supuesto, si el fin del mundo no llega, tendremos una deuda impagable. La tendencia al consumo y la deuda tiene cierto carácter apocalíptico y conlleva riesgos enormes, pero no deja de tener su razonabilidad en contextos en los que desaparece el futuro.
Lo primero que debe advertirse es que el futuro, al menos tal como lo presupone la paciencia, no es un dato, no se encuentra frente a nosotros como un objeto que podamos ver y tocar. Por experiencia, aprendemos a contar con el futuro inmediato y logramos ampliar la perspectiva en forma creciente, pero esto tiene un límite, el cual sólo puede superarse mediante la incorporación de elementos narrativos en nuestra existencia. Las historias sobre el pasado y el futuro amplían nuestra mirada y nos instalan en otra temporalidad. Así pues, no son anecdóticas para nosotros, no son meros objetos de curiosidad y especulación, sino que tienen un rol constitutivo de nuestra forma de existencia. No estudiamos la historia sólo para saber “cómo llegamos hasta aquí”, sino también para constituirnos como seres históricos.
La dimensión narrativa tiene repercusiones muy concretas en nuestra forma de vida. Por ejemplo, es imposible advertir la importancia de estudiar por simple experiencia personal. Es fundamental que nos cuenten historias sobre el rol del estudio en la existencia humana, que nos instalen en una narrativa sobre el ser humano y sobre nuestro paso concreto por el mundo, en la cual el estudio ocupe un lugar específico. Lo mismo vale para el ahorro, para la creación de instituciones, para la conformación de familias, para el desarrollo de teorías científicas, para la formulación de políticas públicas y en general para todas las actividades humanas que exigen paciencia. Entonces, la paciencia es hija de las perspectivas de futuro, pero no de cualquier tipo, sino precisamente de aquellas que sólo son posibles a partir de una narrativa que instale nuestra existencia en un marco de continuidad.
Puede decirse, entonces, que la cultura de la impaciencia tiene un anclaje en la crisis de las narrativas y de la idea de continuidad. Suele afirmarse que nuestro mundo actual es, por un lado, un mundo de pura inmediatez y, por el otro, un mundo sin relatos comprensivos sobre la existencia humana. Pero no siempre se conectan ambas afirmaciones. En cualquier caso, la narrativa apocalíptica es la que mejor se lleva con nuestro estilo de vida, con nuestra cultura de la deuda y el consumo, ya que se trata justamente de una narrativa que cierra el futuro y rompe toda continuidad. Es la historia que se cuenta a sí mismo un mundo que se percibe frágil, cambiante e incierto.
Naturalmente, la cultura de la impaciencia tiene también su política económica, siendo la deuda y el consumo las principales variables que el dirigente de hoy tiene que hacer crecer cada vez más. No puede hacerlo, por supuesto, en el nombre del apocalipsis, de modo tal que debe encontrar fórmulas más amables. Lo cierto es que el consumo resulta hoy el gran pacificador social y la deuda (estatal y particular) es el instrumento por excelencia para incentivarlo. El dirigente actual se dedica a llevar estas variables al límite y a rogar que la crisis no llegue todavía. Ofrece una política apocalíptica, acorde con la cultura apocalíptica de nuestros días.
Cabe preguntarse, pues, si acaso la paciencia se ha convertido en una causa perdida. ¿De dónde podríamos obtenerla hoy, cuando resulta casi imposible apostar a una continuidad, cuando el futuro se ha vuelto tan incierto? Podríamos empezar interrogándonos si el fin del mundo es realmente para nosotros un dato o más bien una resignación, si nuestra crisis narrativa es hija de una mayor lucidez o de un mayor cansancio. Tenemos que preguntarnos si realmente el futuro está perdido, si realmente lo más razonable y deseable que podemos esperar hoy es la paz del consumo en sus distintas formas.
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