El tamaño de las cosas



Dentro de nosotros todo tiene una dimensión incorrecta. Es imposible calcular el verdadero tamaño de una idea que deambula en el interior de nuestra cabeza. La simple dinámica del pensamiento puede convertir una pequeña preocupación en un drama internacional. Si luego se filtra al exterior y recibe los efectos de la luz del sol, la preocupación vuelve a su tamaño original. También puede ocurrir lo contrario: sucesos que el pensamiento no registra tienen de pronto una importancia fundamental. Por eso, el tamaño de las cosas debe medirse siempre en el mundo y no en nuestra mente, ya que en ella nada tiene su verdadera dimensión, empezando por nosotros mismos.

     Necesitamos la mente para medir el tamaño de las cosas en el mundo, pero esto no quiere decir que ella misma sea la medida de todo. La razón es muy sencilla: por sí misma, la mente no sabe medir. En ella, los objetos se inflan y se desinflan, son al mismo tiempo gigantes y diminutos, sólidos y gaseosos, centrales y periféricos. Estamos, pues, obligados a medir las cosas con un instrumento que repudia toda medida. Por eso, hemos tenido que inventar otras herramientas complementarias: la palabra, la regla, el arte, la lógica.

     Sin embargo, la mente es orgullosa y quiere imponer siempre su propio criterio. Se siente realizada cuando logra convertir una gota de agua en un océano o cuando logra esconder un elefante debajo de una alfombra. Semejantes proezas alimentan su vanidad. A esto se debe que nos cueste tanto salir a la luz del sol, ya que tememos que en ese movimiento se revele nuestro verdadero tamaño. 



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Paciencia y futuro



Lo único que puede darnos paciencia es una perspectiva de futuro. Si lo pensamos bien, esto es bastante obvio. Decimos que tiene paciencia quien posterga una satisfacción o un alivio, o bien quien se embarca en actividades que tardarán mucho tiempo en dar frutos. ¿Por qué haríamos este tipo de cosas, si no fuera porque creemos en la posibilidad concreta de un futuro que vale el esfuerzo? Sin embargo, en nuestras reflexiones sobre la impaciencia del mundo actual o de las nuevas generaciones, rara vez nos preguntamos precisamente lo obvio: ¿Qué ha sucedido con el futuro? ¿Qué visión del futuro se esconde detrás de las formas actuales de la impaciencia? ¿Por qué parece hoy tan poco razonable postergar satisfacciones, embarcarse en tareas de larga duración, esperar a que los procesos maduren y se consoliden?

     La paciencia es una actitud dirigida al presente, pero con vistas al futuro. No es lo mismo que la simple espera, puesto que la espera no presupone otras acciones u omisiones presentes, más allá de esperar. Escribir un libro o estudiar una disciplina son actividades que exigen paciencia. Por lo tanto, tienen en vista un resultado futuro. Pero también presuponen acciones concretas en el presente (escribir, estudiar) y cierta capacidad de evitar o postergar distracciones. Entonces, aunque la paciencia pueda ser en muchos casos indistinguible de la espera, puede tener también otro significado, relacionado con actividades cotidianas y regulares que de a poco conforman un resultado. El proyecto es hijo de la paciencia. El ahorro es otro ejemplo de actividad paciente, ya que presupone la visión de un resultado futuro, la acción cotidiana de poner dinero “aparte”, la omisión de gastos presentes.

     La diferencia entre una cultura del ahorro y el proyecto, por un lado, y una cultura de la deuda y el consumo, por el otro, se expresa en actividades presentes, pero implica también diferencias significativas en las visiones respecto del futuro. La tendencia al proyecto y al ahorro presupone como mínimo una idea de estabilidad y en muchos casos también una visión de prosperidad y progreso. Conlleva una apuesta a que estaremos vivos en el futuro y a que muchos de los valores actuales seguirán vigentes. Conlleva también una apuesta a la posibilidad de que el futuro ofrezca mejores condiciones que el presente, en función de lo cual vale la pena esforzarse hoy para obtener frutos mañana. En este contexto, la paciencia tiene sentido e incluso es la actitud más razonable.

     En cambio, la tendencia al consumo y la deuda presupone una idea de inestabilidad e incertidumbre, y en algunos casos también de retroceso y decadencia. Si creemos que se aproxima el fin del mundo o algo parecido, lo más razonable es endeudarse y consumir. Por supuesto, si el fin del mundo no llega, tendremos una deuda impagable. La tendencia al consumo y la deuda tiene cierto carácter apocalíptico y conlleva riesgos enormes, pero no deja de tener su razonabilidad en contextos en los que desaparece el futuro.

     Lo primero que debe advertirse es que el futuro, al menos tal como lo presupone la paciencia, no es un dato, no se encuentra frente a nosotros como un objeto que podamos ver y tocar. Por experiencia, aprendemos a contar con el futuro inmediato y logramos ampliar la perspectiva en forma creciente, pero esto tiene un límite, el cual sólo puede superarse mediante la incorporación de elementos narrativos en nuestra existencia. Las historias sobre el pasado y el futuro amplían nuestra mirada y nos instalan en otra temporalidad. Así pues, no son anecdóticas para nosotros, no son meros objetos de curiosidad y especulación, sino que tienen un rol constitutivo de nuestra forma de existencia. No estudiamos la historia sólo para saber “cómo llegamos hasta aquí”, sino también para constituirnos como seres históricos.

     La dimensión narrativa tiene repercusiones muy concretas en nuestra forma de vida. Por ejemplo, es imposible advertir la importancia de estudiar por simple experiencia personal. Es fundamental que nos cuenten historias sobre el rol del estudio en la existencia humana, que nos instalen en una narrativa sobre el ser humano y sobre nuestro paso concreto por el mundo, en la cual el estudio ocupe un lugar específico. Lo mismo vale para el ahorro, para la creación de instituciones, para la conformación de familias, para el desarrollo de teorías científicas, para la formulación de políticas públicas y en general para todas las actividades humanas que exigen paciencia. Entonces, la paciencia es hija de las perspectivas de futuro, pero no de cualquier tipo, sino precisamente de aquellas que sólo son posibles a partir de una narrativa que instale nuestra existencia en un marco de continuidad.

     Puede decirse, entonces, que la cultura de la impaciencia tiene un anclaje en la crisis de las narrativas y de la idea de continuidad. Suele afirmarse que nuestro mundo actual es, por un lado, un mundo de pura inmediatez y, por el otro, un mundo sin relatos comprensivos sobre la existencia humana. Pero no siempre se conectan ambas afirmaciones. En cualquier caso, la narrativa apocalíptica es la que mejor se lleva con nuestro estilo de vida, con nuestra cultura de la deuda y el consumo, ya que se trata justamente de una narrativa que cierra el futuro y rompe toda continuidad. Es la historia que se cuenta a sí mismo un mundo que se percibe frágil, cambiante e incierto.

     Naturalmente, la cultura de la impaciencia tiene también su política económica, siendo la deuda y el consumo las principales variables que el dirigente de hoy tiene que hacer crecer cada vez más. No puede hacerlo, por supuesto, en el nombre del apocalipsis, de modo tal que debe encontrar fórmulas más amables. Lo cierto es que el consumo resulta hoy el gran pacificador social y la deuda (estatal y particular) es el instrumento por excelencia para incentivarlo. El dirigente actual se dedica a llevar estas variables al límite y a rogar que la crisis no llegue todavía. Ofrece una política apocalíptica, acorde con la cultura apocalíptica de nuestros días.

     Cabe preguntarse, pues, si acaso la paciencia se ha convertido en una causa perdida. ¿De dónde podríamos obtenerla hoy, cuando resulta casi imposible apostar a una continuidad, cuando el futuro se ha vuelto tan incierto? Podríamos empezar interrogándonos si el fin del mundo es realmente para nosotros un dato o más bien una resignación, si nuestra crisis narrativa es hija de una mayor lucidez o de un mayor cansancio. Tenemos que preguntarnos si realmente el futuro está perdido, si realmente lo más razonable y deseable que podemos esperar hoy es la paz del consumo en sus distintas formas.  



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Sonidos



Para disgusto de cineastas y cinéfilos

la música de fondo de la vida

puede ser el rumor de una heladera

el chirriar de una silla floja


el griterío eterno de los vecinos

que no se puede saber

si discuten para continuar el sexo

o tienen sexo para continuar la discusión


puede ser también el ladrido

de un perro en un monoambiente

y por qué no el ruido mental

el coro de la inquietud y el fastidio.



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Cinco sentidos



     Me preguntan si vi el cartel cruzando la calle, como si fuese la única cosa atendible, el objeto fundamental del paisaje. Me siento mal de no haberlo visto. Me da incluso vergüenza aclarar que en ese momento yo estaba mirando las baldosas y que mi mundo entero era una sucesión de rectángulos grises. Me preguntan si escuché lo que dijo el altoparlante, pero no pude escucharlo, porque estaba pensando en lo que había leído esa mañana y en ese instante todos los sonidos eran para mí una misma bruma que se agitaba alrededor de mi pensamiento.

     Dicen los manuales que tenemos cinco sentidos, pero yo en verdad no tengo más que uno a la vez. Vivo en un espectro de atención muy estrecho, en un universo mucho más pequeño del que sugieren mis capacidades en abstracto. La enorme mayoría de lo que sucede a mi alrededor, por mucho que ingrese en el radar de mis sentidos, no es verdaderamente percibida por mí, se confunde en un torbellino de sensaciones que apenas registro.

     Me da pena perderme tantas cosas, sentir que el mundo me excede por todas partes, que estuve tardes enteras en lugares que sin embargo apenas conozco, que alrededor de mí transcurren innumerables historias que ni siquiera sospecho. Lo único que parcialmente me consuela es pensar que, si me esforzara cada vez más en no perderme nada, tal vez acabaría perdiéndome a mí mismo.  



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El éxito



     ¿Tiene sentido elaborar recetas para el éxito? El catálogo de recomendaciones en esta materia puede llegar a ser verdaderamente extenso y variado: levantarse muy temprano, dormir muy bien, desayunar fuerte, desayunar liviano, imaginarse exitoso, no pensar en el éxito, centrarse en lo que uno sabe, salir de la zona de confort, prestar atención a lo que necesitan los demás, no prestar atención a lo que dicen los demás. Existe gente que se dedica exclusivamente a difundir sus recetas para el éxito, existe también gente que se considera exitosa y difunde sus recetas, aunque nadie se las pida.

     No es descabellado pensar que ciertas actitudes conduzcan por lo general al fracaso, por ejemplo: insultar a los demás y tomarlos por tontos, no hacer nada en todo el día, menospreciar la importancia de la experiencia y el conocimiento, no cuidar la salud. Por supuesto, siempre es posible encontrar excepciones. Sin embargo, no se hará mucho daño si se recomienda no insistir en dichas actitudes como receta para evitar el fracaso. Pero nada garantiza que evitarlas conduzca al éxito.

     Ahora bien, se busca precisamente el éxito y no la mera evitación del fracaso. La gente no se conforma con ciertas enseñanzas generales para no arruinar estrepitosamente su vida, quiere los pasos concretos a seguir para tener éxito, para destacarse de los demás. El problema es que semejante cosa nunca puede garantizarse.

     Supongamos que todo el mundo siguiera celosamente los pasos que establece el recetario. En ese caso, ¿quién se destacaría? Todos estarían haciendo lo mismo. El cumplimiento universal del recetario implicaría al mismo tiempo su invalidación como tal, su pérdida absoluta de sentido. El problema de la idea misma de un recetario de esta naturaleza es que el concepto de éxito presupone el destacarse de los demás y también presupone el ser reconocido por ellos, pero la conducta de los demás no puede presuponerse, no puede tomarse como un dato.

     Cosas tales como la atención y la indiferencia, la disciplina y la desidia, el ingenio y la torpeza, no pueden simplemente deducirse de un conjunto de premisas. Entonces, siempre habrá un alto grado de incertidumbre en estas cuestiones. Podemos seguir los mejores consejos a la hora de buscar la atención y el reconocimiento de los demás, y seguramente hay sabiduría en el gesto de seguir esos consejos. Pero nada impide que acabemos obteniendo justamente lo contrario.

     Otro problema serio en la búsqueda del éxito es la dificultad a la hora de definir el objeto de esa búsqueda. Una persona que a nuestro juicio “lo tiene todo” puede sentir que no ha logrado suficiente y que debe seguir insistiendo. De este modo, quien vende recetas para el éxito siempre puede excusarse y argumentar que el comprador de sus consejos efectivamente ha logrado lo prometido, aunque no logre percibirlo.  

     Vemos aquí la importancia de sentirse exitoso, incluso de decirse exitoso. Cuando nos preguntamos cómo es posible que conozca el camino al éxito una persona cuyo único logro conocido es precisamente la venta de recetas para el éxito, debemos pensar en esto. Seguramente esa persona se siente exitosa y no tiene pudor a la hora de presentarse como tal. Lamentablemente, en lugar de decirnos todo esto, insiste en darnos recetas, tal vez como un intento de disimular los frágiles hilos que sostienen su tan valorada autoestima.



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No parece verdad



Después de tantos cataclismos

de microscópicas evoluciones

un ladrillo sobre el otro

por los siglos de los siglos


Parece mentira atarse los cordones

escuchar las noticias, abrigarse

mirar el clima y la hora

cuidarse de contagios, golpes, picaduras


Parece mentira lo cotidiano

que nos aburra algo tan insólito como vivir

que nos parezca normal tener dedos

que nos siga visitando la tristeza.



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Sobre la felicidad



     Todos queremos ser felices, pero cuando comenzamos a preguntarnos en qué podría consistir esa felicidad tan deseada, advertimos que no sabemos bien de qué se trata. Parece extraño que dediquemos nuestra vida a perseguir algo que no conocemos, que no podemos definir. Por otro lado, ¿cómo podríamos conocer de antemano algo que no tenemos ni hemos tenido todavía y que precisamente por eso buscamos? En ese caso, ¿cómo podemos estar seguros de la bondad de algo que en verdad no conocemos? Estamos seguros de que la felicidad es algo bueno, pero no sabemos qué es.

     Esta situación un tanto paradójica ha motivado todo tipo de opiniones sobre el tema, por ejemplo: 1) la palabra “felicidad” no tiene un contenido específico, se refiere a cualquier cosa que la gente desee; 2) incluso aunque existiera algo así como la felicidad, no podríamos tomarla como criterio para nada, porque nadie sabe lo que es; 3) la felicidad como tal no existe, se trata simplemente de una promesa que cumple el rol de orientar a la gente en una dirección y evitar desviaciones de la norma social; 4) ser feliz consiste en decir “soy feliz”.

     Por lo general, nos resulta mucho más sencillo definir la infelicidad que la felicidad. Sabemos, por ejemplo, que la enfermedad, la penuria económica y la soledad son causas de malestar y por eso tratamos de evitarlas. Sin embargo, es perfectamente posible que la salud, el bienestar económico y la compañía no nos hagan felices. El miedo a perder estas cosas puede hacernos tan desgraciados como su ausencia. El concepto de “tener todo para ser feliz y no serlo” nos resulta familiar, no constituye un contrasentido en absoluto.

     Aquellas definiciones de la felicidad que la presentan simplemente como “ausencia de dolor” tienen la ventaja de partir de un hecho muy conocido: los dolores y sufrimientos nos alejan de la felicidad, nos dificultan el tener una buena vida. Pero ignoran la otra parte del problema, esto es, que el estilo de vida orientado a evitar dolores y sufrimientos (por ejemplo, buscando prosperidad, salud y compañía) no necesariamente nos hará felices. Algunos agregarían aquí un elemento de moderación, proponiendo compatibilizar prosperidad y vocación, salud y disfrute, compañía y amor propio. Pero con esto volvemos al punto de partida: el planteo se vuelve acaso demasiado ambiguo y ya no brinda una orientación específica. Seguimos sin saber cómo luce la felicidad, cómo distinguirla tajantemente de la infelicidad.

     Advirtiendo que el miedo a perder lo bueno puede ser tan doloroso como la ausencia misma de lo bueno, muchos han concluido que el problema se encuentra en el deseo. Quien no desea nada no teme perder nada. El sufrimiento no surge de la pérdida, sino del deseo de no perder. La satisfacción del deseo, por su parte, sólo produce una calma momentánea, seguida por un nuevo deseo. El camino del deseo, entonces, es un camino de insatisfacción, miedo y dolor. En consecuencia, no debemos prestar atención a los objetos del deseo, sino al deseo mismo. Debemos observarlo en su sinsentido y aprender a no darle importancia. Así seremos felices sin importar las circunstancias afortunadas o desafortunadas en que nos encontremos.

     El problema es que la mayor parte de los seres humanos no tenemos semejante capacidad de disociarnos de las circunstancias, no somos puros espíritus sin cuerpo y sin entorno. Tiene sentido la idea de trabajar sobre las expectativas y deseos, pero nuestra capacidad de hacer esto tiene un límite, como también lo tiene nuestra capacidad de trabajar sobre la realidad. Presuponer que una de estas capacidades es nula y la otra infinita es claramente una exageración, aunque muchas cosmovisiones se basen en supuestos de este tipo. La oposición entre “tus deseos están bien, debes corregir el mundo” y “el mundo está bien, debes corregir tus deseos” estructura buena parte del discurso actual sobre estos temas, pero ambos extremos son incorrectos en esos términos.

     La sensación que uno se lleva de este recorrido es que cada uno de los enfoques tiene cierta razonabilidad, aunque ninguno pueda tomarse como verdadero sin más. Entonces, puede parecer correcto que cada persona intente su propia síntesis a partir de estos elementos. Sin embargo, esto confirmaría nuestra desorientación inicial, ya que semejante síntesis resultaría muy demandante y tal vez imposible, tanto en la teoría como en la práctica. Seguimos sin saber de qué hablamos cuando hablamos de felicidad, seguimos sin poder dar una definición breve y contundente.

     Por muy desalentador que nos resulte este panorama, lo cierto es que no hay otra alternativa. El mero hecho de tener conciencia de nuestra vida nos sugiere que debemos hacer algo con ella, pero no nos aclara qué deberíamos hacer. La conciencia es un arma de doble filo, un instrumento para una tarea inespecífica. Tenemos que vivir con la inquietud o con la tranquilidad de que nunca sabremos con exactitud qué es la felicidad, incluso aunque la tengamos en nuestras manos. La felicidad se sospecha y se mira de reojo, es aquello que se busca (y tal vez se encuentra) sin saber qué es.



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El genio


     La genialidad ofende, tenemos que poner cierta distancia para poder soportarla y encontrarla agradable. Necesitamos separar el juego de los genios de nuestro juego cotidiano. De lo contrario, podríamos pensar que competimos con ellos y eso nos demolería. La distancia parece insalvable.

     Las concepciones místicas y románticas de los grandes talentos no están para explicar el genio, sino para ayudarnos a digerirlo y disfrutarlo, para que sobrellevemos mejor nuestra normalidad. Es importante para nosotros crear una regla especial para genios y no medir nuestros logros con los mismos parámetros con que medimos los de ellos. Por eso nos ofende especialmente cuando el genio coincide con la riqueza material, porque el dinero crea la ilusión de una regla común a todos. Por eso también nos resulta siempre más fácil de aceptar el genio del pasado, porque es más fácil hacernos la idea de que no competimos con él.



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