Todos queremos ser felices, pero cuando comenzamos a preguntarnos en qué podría consistir esa felicidad tan deseada, advertimos que no sabemos bien de qué se trata. Parece extraño que dediquemos nuestra vida a perseguir algo que no conocemos, que no podemos definir. Por otro lado, ¿cómo podríamos conocer de antemano algo que no tenemos ni hemos tenido todavía y que precisamente por eso buscamos? En ese caso, ¿cómo podemos estar seguros de la bondad de algo que en verdad no conocemos? Estamos seguros de que la felicidad es algo bueno, pero no sabemos qué es.
Esta situación un tanto paradójica ha motivado todo tipo de opiniones sobre el tema, por ejemplo: 1) la palabra “felicidad” no tiene un contenido específico, se refiere a cualquier cosa que la gente desee; 2) incluso aunque existiera algo así como la felicidad, no podríamos tomarla como criterio para nada, porque nadie sabe lo que es; 3) la felicidad como tal no existe, se trata simplemente de una promesa que cumple el rol de orientar a la gente en una dirección y evitar desviaciones de la norma social; 4) ser feliz consiste en decir “soy feliz”.
Por lo general, nos resulta mucho más sencillo definir la infelicidad que la felicidad. Sabemos, por ejemplo, que la enfermedad, la penuria económica y la soledad son causas de malestar y por eso tratamos de evitarlas. Sin embargo, es perfectamente posible que la salud, el bienestar económico y la compañía no nos hagan felices. El miedo a perder estas cosas puede hacernos tan desgraciados como su ausencia. El concepto de “tener todo para ser feliz y no serlo” nos resulta familiar, no constituye un contrasentido en absoluto.
Aquellas definiciones de la felicidad que la presentan simplemente como “ausencia de dolor” tienen la ventaja de partir de un hecho muy conocido: los dolores y sufrimientos nos alejan de la felicidad, nos dificultan el tener una buena vida. Pero ignoran la otra parte del problema, esto es, que el estilo de vida orientado a evitar dolores y sufrimientos (por ejemplo, buscando prosperidad, salud y compañía) no necesariamente nos hará felices. Algunos agregarían aquí un elemento de moderación, proponiendo compatibilizar prosperidad y vocación, salud y disfrute, compañía y amor propio. Pero con esto volvemos al punto de partida: el planteo se vuelve acaso demasiado ambiguo y ya no brinda una orientación específica. Seguimos sin saber cómo luce la felicidad, cómo distinguirla tajantemente de la infelicidad.
Advirtiendo que el miedo a perder lo bueno puede ser tan doloroso como la ausencia misma de lo bueno, muchos han concluido que el problema se encuentra en el deseo. Quien no desea nada no teme perder nada. El sufrimiento no surge de la pérdida, sino del deseo de no perder. La satisfacción del deseo, por su parte, sólo produce una calma momentánea, seguida por un nuevo deseo. El camino del deseo, entonces, es un camino de insatisfacción, miedo y dolor. En consecuencia, no debemos prestar atención a los objetos del deseo, sino al deseo mismo. Debemos observarlo en su sinsentido y aprender a no darle importancia. Así seremos felices sin importar las circunstancias afortunadas o desafortunadas en que nos encontremos.
El problema es que la mayor parte de los seres humanos no tenemos semejante capacidad de disociarnos de las circunstancias, no somos puros espíritus sin cuerpo y sin entorno. Tiene sentido la idea de trabajar sobre las expectativas y deseos, pero nuestra capacidad de hacer esto tiene un límite, como también lo tiene nuestra capacidad de trabajar sobre la realidad. Presuponer que una de estas capacidades es nula y la otra infinita es claramente una exageración, aunque muchas cosmovisiones se basen en supuestos de este tipo. La oposición entre “tus deseos están bien, debes corregir el mundo” y “el mundo está bien, debes corregir tus deseos” estructura buena parte del discurso actual sobre estos temas, pero ambos extremos son incorrectos en esos términos.
La sensación que uno se lleva de este recorrido es que cada uno de los enfoques tiene cierta razonabilidad, aunque ninguno pueda tomarse como verdadero sin más. Entonces, puede parecer correcto que cada persona intente su propia síntesis a partir de estos elementos. Sin embargo, esto confirmaría nuestra desorientación inicial, ya que semejante síntesis resultaría muy demandante y tal vez imposible, tanto en la teoría como en la práctica. Seguimos sin saber de qué hablamos cuando hablamos de felicidad, seguimos sin poder dar una definición breve y contundente.
Por muy desalentador que nos resulte este panorama, lo cierto es que no hay otra alternativa. El mero hecho de tener conciencia de nuestra vida nos sugiere que debemos hacer algo con ella, pero no nos aclara qué deberíamos hacer. La conciencia es un arma de doble filo, un instrumento para una tarea inespecífica. Tenemos que vivir con la inquietud o con la tranquilidad de que nunca sabremos con exactitud qué es la felicidad, incluso aunque la tengamos en nuestras manos. La felicidad se sospecha y se mira de reojo, es aquello que se busca (y tal vez se encuentra) sin saber qué es.
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